Libre.

No podía creer que aquello fuese real. Con una amarga lágrima rodando salvaje por sus mejillas, se acercó hasta ella. Tan frágil, tan vulnerable... Sus labios rozaron suavemente su oído. Dejó escapar un resoplido, que la hizo estremecerse. Ella no era nada, ni nadie. Para él, lo era todo. 
-Dime que me quieres.
-No puedo.
La lágrima cayó sobre su mejilla. La chica lo miró a los ojos. Verdes, profundos. Como el bosque que tanto amaba. Le acarició el pelo. Estaba suave. Rozó sus manos. Frías. Frías como la nieve, tan blanca como su espesa melena. 
Él le dio un beso en la frente temiendo que, de un momento a otro, ella se fuera deshacer entre sus brazos. 
-No puedo... -repitió. -No puedo, mi pequeña mariposa. 
Ella sonrió. Esa sonrisa, una sonrisa rebelde y salvaje que lo había empezado todo. Sus miradas se cruzaron, sus labios suspiraron, deseando estar más cerca. Y todo dejó de importarles, salvo estar juntos. 
Ahora, estar juntos los había condenado. La había condenado. 
Sus ojos se apagaban lentamente. Sus ojos color miel, tan dulces, sinceros, tan bellos. Ya no podía ver, a través de ellos, su alma, cálida, que tanto había anhelado, amado, disfrutado, una y otra vez, mientras ella lo miraba. 
Ya no le quedaba nada. Apoyó sus labios contra la frente de ella. Soltó un gemido. Las lágrimas inundaron sus ojos, le impidieron ver lo que quedaba de ella. Lo que en su rostro había quedado marcado, quizá para siempre. 
Una sonrisa salvaje, de una pequeña mariposa.