Me dijeron que fuera libre. Ahora lo soy, aullando a la luna.

6 oct 2012

Tic-tac

Se dobló de dolor. 
-Sopórtalo-le dijo, con asco. El chico le devolvió una mirada cargada de ira. Él ya no podía hacer más. Su corazón  impactaba contra sus costillas, partiéndolas, lenta pero inexorablemente. Sus pulmones se vaciaron como un fuelle en apenas dos segundos. 
Soltó un gemido. Otro más. Apenas podía mantener dentro de él los gritos de dolor que le golpeaban las entrañas, tratando de salir. No tardarían en hacerlo.
El hombre, de pelo cano y mirada oscura, le dirigió una mirada que no supo interpretar. Parecía reflejar miedo, tristeza, pero también un intenso odio que enmascaraba lo demás. Se preguntó si alguna vez aquel viejo hombre había sonreído. Probablemente no
El chico se levantó, tropezándose constantemente, sin parar de toser y emitiendo leves gruñidos de dolor. El hombre le miró. No se movió un milímetro: le dedicó una sórdida sonrisa.
-Sabía que no te rendirías. Tú no eres de los que mueren entre las hojas caídas de un bosque ya olvidado. 
El chico sonrió, orgulloso. Chasqueó la lengua, dejó escapar un gemido, y sacó de su pantalón un pequeño reloj de bolsillo, dorado. El tic tac de las manecillas había sido su canción de cuna desde su más tierna infancia. Ahora el sueño se abría paso hasta sus ojos y, aunque trataba de vencerlo, sabía que era una batalla perdida. ¿O es que acaso alguien puede ganar a la muerte en una batalla? No lo sabía. Tampoco lo descubriría esa noche.
Apoyó una rodilla en el suelo, y miró las manecillas. El hombre clavó sus ojos, grises, en el reloj. Una sensación de familiaridad le recorrió la espina dorsal, como un violento latigazo. Jadeó un instante, recuperó la compostura. 
El muchacho seguía allí, mirando el reloj con una estúpida sonrisa en su cara y la mirada de un niño totalmente feliz. 
-Mi padre decía que, si la muerte venía a por ti, solo tenías que hacer retroceder las manecillas, y podrías empezar todas las veces que quisieras
El chico agarró la pequeña rueda entre sus dedos temblorosos. La apretó. La giró hacia atrás tantas veces como su cansado cuerpo le permitió. Nada sucedía. El dolor le oprimió el pecho, con fuerza.
Su rostro se ensombreció un segundo. Luego, la sonrisa volvió a él, más grande que antes. Sus ojos dorados se iluminaron, y miraron al hombre. Dejó caer el reloj, que estalló contra el suelo. Las manecillas se congelaron en el tiempo, para siempre. 
-Pero... supongo que siempre fuiste un mentiroso, papá.
El muchacho cayó al suelo, con una sonrisa en el rostro. Su mano apretó el reloj dorado, totalmente roto. Las manecillas vibraron suavemente. Su corazón se detuvo, para siempre. Sus ojos dorados se volvieron negros, y sus pupilas se apagaron. Sin embargo, seguía teniendo esa sonrisa. 
La sonrisa de un niño feliz que, torpemente, giraba las manecillas del reloj, dispuesto a empezar de nuevo.

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